Bodega Guzman

(Primeramente antes de empezar este relato, he de agradecer a Jorge Guitian por su guía del autoestopista gastrológica. En segunda instancia tanto a Pepe Ferrer y Federico Ferrer por su mano en Jerez. De estas tres ciudades os dejo tres garitos, con sus copichuelas de vino que bien merecen una visitica.)

Da igual que en Córdoba haga un sol de justicia (39 grados a la sombra, 42 a plena luz), soy de esos inconscientes capaces de bajar al sur en pleno agosto. Esto lo hago por vosotros, no por mí ni por mi vida cultural ni leches. Creedme.

¿Y por qué baje? Simple. La búsqueda de la santa trinidad. Córdoba, Sevilla y Jerez. O lo que es lo mismo, vinos de Montilla-Moriles, Sevilla y Jerez regados con su papeo incomparable.

Un día antes de asistir a la Bodega Taberna Guzmán, mi olfato de perro me alegró el día. Mis conocidos siempre se han quejado de que a veces parezco un can por las calles. Cuando encuentro algo interesante, mi olfato no para de husmear. Sí, si quieren, es un tanto raro o cómico. Yo creo que es un privilegio pues, gracias a esta rara peculiaridad mía, me encontré en una bocacalle que daba a la Judería, donde creí que el olor que me llamó la atención provenía de un par de restaurantes. ¡Pero me equivocaba! Caminando hacia la bocacalle, el olor se volvió a intensificar. Era un olor como de vino rancio, pero, estaba en Córdoba. Entonces, los aromas tienen que ser los de vinos oxidativos. O amontillados u olorosos. Evidentemente saltó la alarma. Al ver los dos restaurantes, uno frente al otro, me debatí entre cuál de ellos sería. Así que pasé de todo y seguí caminando. Pero al bajar y ver un cartel sobre dos puertas que rezaba Bodegas Guzmán, no tuve dudas. Mi perspicacia al más puro estilo Holmes llegó a una conclusión. Acerqué la nariz entre las dos puertas, y de ahí se filtraba ese perfume a oxidación. ¡Elemental mi querido lector!
Estaba ante la Bodega Taberna Guzmán. Taberna que regenta un hombre de mediana edad y otro con más canas que la canción de Gardel. Este señor, delgado, sobrio y de edad indeterminada pero mayor, fue mi gurú gastronómico. ¡Y qué comida! ¡Joder, qué gozada! Tapas que son platillos, platillos que son buenísimos. Las albóndigas repitieron, no a mí, sino en los platillos. Los callos de escándalo, el embutido fetén y yo llorando de puro placer. Bocadito aquí, tenedor allá, panecito al salseo, traguito de vino pa’ empujar. ¡Vinitos, qué vinitos! Es importante saber que el mosto lo compran y crían ellos. Finos, amontillados y olorosos. ¡Chapó! Me comentaron que se lo compran a una gente de Montilla, lo traen a sus botas y lo empiezan a envejecer. El fino está chulo, es bastante neutro en nariz pero la boca es sedosa y frutal. El amontillado es otro cantar, esta descontrolado con una volátil curiosona, pero me pediría mil copas. Qué divertido. Un vino sin amaestrar. Como ese caballo cabrón que tanto cuesta montar. Puro nervio, bravura. Con una energía capaz de llevarse montañas por delante, pero que no vas domar en tu vida. Solo el paso de los años puede hacerlo más dócil. Una gratísima sorpresa lo de estos vinos. Me encanta que aún se respete esta tradición de bodegueros que compran mostos y hacen sus vinos. Claro, luego tienen más defectos que el McLaren-Honda, pero no todo es poner el punto de mira y disparar. Hay que aprender a relajarse y, como no, disfrutar de estas cosas. Yo lo hice y la experiencia fue genial. Volvería a repetir. Apunten: Bodega Guzmán en el barrio de la Judería, disfrutarán.

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