SP68 Occhipinti bianco
De esos días en los que te juntas con un par de amiguetes, por recordar, por hablar y porque con uno hacía tiempo, mucho, que no os veíais. Con Jorge Guitian y Albert Molins, hasta el cabo Finisterre, sin saltar al agua que está frescuca. En estas que el señor Molins, persona generosa y dada a la sorpresa, se presenta con un vino bajo el brazo. “Tenga un presente -me dice-, lo traje porque me gustó mucho y me interesa tu opinión”. ¡Je! Cómo si sirviera de algo. Si a ti te gusta, fijo que es bueno. Vaya por delante mi gratitud, porque es de bien educados ser agradecidos. Me dice que al probarlo en un garito en Denia, se acordó mucho de mí. Al no poder compartir el momento, pues va y me lo trae el gachón. Es pa abrazarlo un rato.
Y qué bonito es que un vino te recuerde a algo, a alguien o a un todo. De esto trata esta cata/post. Del recuerdo. Porque no os puedo hablar de este magnífico vino, sin deciros que me cato él a mí. Sí, porque al beberlo me transportó, me removió la memoria, y abrió capítulos sensoriales almacenados en recuerdos. Estos son:
Todo puede empezar con un, en copa se muestra de un amarillo limón con destellos dorados, intenso y brillante, aunque presenta un poco de turbidez en superficie. Pero al acercar su perfume a la nariz, es él quien te atrapa y abre la puerta de tus recuerdos, y entonces es cuando la cata pasa a relato. Relatos de tiempos pasados.
Es otoño, cerca de noviembre o noviembre mismo. Cuando el sol tiene ese brillo intenso desde media mañana a media tarde. Brillo que se filtra entre las nubes, entre las hojas de los árboles. Con mi hermano mayor y mi hermana, nos disponemos a ir al colegio. Vivíamos en la parte alta del pueblo, zona montañosa. Cruzábamos un mar de verdes y amarillos, algún oxido que tiraba a marrón y marrones que sembraban las calles.
Una fase pasa a otra, juega con tu mente y sentidos, envuelve la típica nota de fruta blanca a una manzana o pera muy concreta, y sigues recordando…
Las mañanas olían a rocío, a humedad escapando del suelo, a tierra mojada y hojas caducas. En el algarrobo que torcía al final de una calle, como siempre, una pareja de urracas saludaba al pasar. A los castaños de la cuesta de Sant Jordi, a las pináceas y arbustos del camino. Pero justo al acabar la cuesta, llegabas a otra. La cuesta donde estaban los payeses. No sé quiénes eran, pero benditos sean. Almacenaban cajas y cajas de manzanas y peras. Estas inundaban con su aroma, sus jugos, que hacinadas iban desprendiendo por la presión y se colaban en aquellos días. Días llenos de dulzor y acidez. Nos encantaba jugar entre los callejones que describían esas cajas. Un torrente de fruta perfumaba nuestros días, esos días en que eres feliz aun yendo al colegio.
Y lo pruebas, no es pecado, no es una auténtica súper experiencia, es sencillamente un viaje en tren al sabor, el sabor encontrado en los mordiscos de aquellos días…
Salir de esa cuesta y encontrarte con los puestos que esos mismos payeses colocaban. Montones de manzanas, de todos los tipos, al igual que las peras, formas y tamaños. Estos te las ofrecían, o tu madre al salir del colegio te compraba una a modo de merienda. ¡Y qué meriendas! Ese crujir en boca, ese salivar de puro gusto. El momento óptimo, la acidez justa, la madurez exacta y cada una tan parecida y diferente a la vez. En ellas encontrabas la felicidad y las risas. El tiempo del otoño. Otoño en estado puro. De niños jugando entre cajas de manzanas, felices, sonrientes y sin ser conscientes de lo que les rodea. En los que sientes que el mundo es pequeño, en los que nada puede cambiar y que ese aroma, esos momentos quedaran guardados por siempre.
Eso pensaba, pero todo pasa. Ahora gracias a Arianna Occhipinti y este vino, tengo la certeza de poder volver a esa infancia, a esos otoños repletos de fruta y gracia. Sé que mirar a través de una botella de este vino me dará una alegría enorme y que al probarla, volverán tiempos y momentos más felices.