No os voy a engañar si os digo que esta botella cae en mis manos por casualidades de la vida. La primera es que no sé por qué, pero la conocía. A veces tengo un cajón de sastre en la mente para los vinos, una especie de enciclopedia de los nombres. La segunda es porque el hype que generó Santi del Colectivo Decantado con Bodegas Franco Españolas (se llaman así por la conexión Francia-España de los vinos riojanos, no porque sean fachas) hizo que mis compañeras de trabajo por aquel entonces se rieran mucho con esa entrada. La tercera es Helena, una de las excompañeras, que tiene familia en Logroño, donde va mucho, y siempre me trae alguna botella que otra. Y ahí estaba Viña Soledad, de la cual le pedí en su día un par del 2005. El año pasado o el anterior, ya no recuerdo, probé una y se me antojo un infanticidio.
La última la probé un fin de semana, en casa del bueno de Miquel Bonet y con mi pareja. ¡Joder cómo nos gustó! Está más redonda, pero sigue teniendo una puñetera vida por delante enorme. ¿Infinita? Quizás no. Pero ojo al tiempo. No os voy a describir este vino, no vale la pena. Es un caballo ganador, un diez de arriba a bajo. Si me conocéis, sabéis que no soy dado ni a puntuar ni a exagerar. Pero es hiperbólico. Corte clásico riojano, un vinazo que sí, que guarda esa madera que tanto me molesta a veces -interferencias-, pero lo perdono porque el placer es enorme. Una maravilla al alcance de pocos bodegueros. Recuerda al blanco del Tondo. Recuerda a esa Rioja enorme, clásica, inmutable, inmortal. Esa Rioja que me enamoró, que me devolvió la fe en los vinos con sulfuroso y madera, porque tienen paciencia, porque tienen ganas, porque son honestos con su historia y porque, ¡Joder! ¡Qué vinazo!
Ahora vienen en camino unos 2006, como no bajo encargo a la familia de Helena. No quedan más 2005, una pena. Aunque espero con entusiasmo estas 2006, que quieren que les diga, me alegro con poco o con mucho.
